Con estas palabras, el Gobernador de Puerto Rico, Luis Fortuño, explicó a la los miembros de la prensa—y a los ciudadanos—su filosofía de administración pública y la decisión de dar al traste con uno de los ejercicios de planificación y desarrollo socioeconómico comunitario más innovadores y acertados que se han gestado en Puerto Rico: el Fideicomiso de Tierras del Caño Martín Peña.
La decisión no me sorprende, pues desde siempre han existido historias de promesas incumplidas y contradicciones—especialmente de parte de los gobernantes—entre lo que se predica y luego se lleva a cabo. En este caso, como en la mayoría de las veces, se trata de un candidato que fue a pescar votos a una comunidad, que se comprometió con apoyar la gesta comunitaria y, a la hora de obrar según su ofrecimiento, echó marcha atrás. Lo que resulta preocupante en este caso es lo que revela la decisión de apabullar al Fideicomiso: un desfase entre lo que predica a través de su conservadurismo político económico y social, y las decisiones que toma en la práctica. Usualmente este estilo se despacha como más de lo mismo, otro político más que dice una cosa y hace otra, pero vale la pena entender a qué nivel el discurso de la actual administración se vuelve sal y agua, cómo elabora unas propuestas antipáticas basadas en premisas incorrectas, y bajo qué coyunturas se le hace imposible mantener la coherencia y la unidad entre pensamiento y obra.
En el furor de la campaña política, Luis Fortuño se presentó como el candidato de cambio: un pequeñoburgués criado entre las paredes de urbanización de alcurnia y las oficinas climatizadas de la Milla de Oro; un abogado de práctica privada, conservador hasta el tuétano y altamente religioso, la epítome del Young Republican que por cuestiones del sino nació en unas coordenadas geográficas que no le merecen. Se vendió, no como un reformista sino como un transformador (no digo revolucionario pues el término representa casi el inverso de su imagen). Evocando las palabras visión, cambio y futuro, nos prometió que venía a dar al traste con ocho años de clientelismo gubernamental y paternalismo estatal, a romper con el “apoderamiento del gobierno”, “mercados altamente regulados” y una “sociedad controlada y mantenida por y para el gobierno”. Como si se tratara de una parodia de lo que pudiese ser el manual del buen republicano norteamericano, su plataforma de gobierno incluye frases como: “libre comercio”, “sector privado enérgico y protagónico”, “mercados libres” y “libertad individual”, entre otras tantas que demuestran la intención de posicionarse en el ala derecha del foro ideológico.
Tomando lo mencionado anteriormente como base, las declaraciones recientes del Secretario de Desarrollo Económico—en torno al rol de terrateniente que debe de asumir el sector privado—no nos deben sorprender pues están bastante alineadas con las propuestas de cambio que el candidato Fortuño esbozó con la ayuda de unos cuantos de sus colegas licenciados que recibieron el mejor de los entrenamientos académicos en el Colegio San Ignacio de Loyola. Sin embargo, el exabrupto del Secretario revela un grado de desconocimiento sobre el panorama económico del país. Me refiero al hecho de que una gran parte del sector privado en el país no está privatizado, pues depende de los subsidios, ayudas y dádivas del sector público. También parece que ha hecho caso omiso a la información que se proveyó en el informe CNE/Brookings, donde quedó claro que el número de trabajadores y trabajadoras en el sector “de libre empresa” (que no depende sustancialmente del gobierno para funcionar) no alcanza el 25% del total de personas empleadas. Por eso me pregunto cómo Pérez Riera y el Gobernador esperan que el sector privado asuma las riendas del país cuando queda claro que un gran número de estos, al igual que muchos compatriotas—irónicamente en el polo opuesto de la estructura de clases sociales—requieren de la ayuda del estado para poder mantenerse a flote.
Así las cosas, la afronta contra los residentes del Caño Martín Peña parece estar enmarcada en una gestión de gobierno que intenta hacer todo lo posible por demostrar que es a través del esfuerzo individual y bajo el andamiaje de los mercados libres y poco reglamentados que se cuajan las mejores oportunidades de progreso y desarrollo. Esta postura, a la luz de lo que hoy se discute en el debate público en los Estados Unidos y en varias regiones de Europa, a partir del recrudecimiento de la crisis financiera global, resulta estar totalmente a destiempo y fuera de foco. Quizás la prueba más contundente llegó de los labios de Alan Greenspan, antiguo Chairman del Banco de la Reserva Federal, quien declaró que se equivocó al pensar que los bancos, poniendo sus intereses por encima de cualquier cosa, protegerían a sus inversionistas e instituciones. En otras palabras, se atrevió a decir que la visión de mundo que había apoyado por décadas y que había promovido desde su cabina de mando, fundamentada en una modelo guiado por el laissez faire, laissez passer, estaba errada: mea culpa. Dudo mucho que Fortuño y sus lugartenientes no conozcan estos hechos, algo bochornosos para los fundamentalistas del libre mercado, o que vivan enajenados de las discusiones a nivel global. Siempre pensé que las posturas recalcitrantes asumidas por su grupo en la campaña política se matizarían una vez llegaran al poder, cuando sustituyeran los despachos de UBS por las oficinas con muebles remendados de los años ochenta, tuviesen que lidiar con las costumbres del sector público, los reclamos a toda boca y las miradas de reojo de los empleados que dudan de su longevidad como servidores del Estado Libre Asociado. Me equivoqué. Por esto me parece que la actitud que han asumido resulta aún más sospechosa. Si la soberbia se los ha engullido, entonces alguien en el seno de su partido debe recordarles que están siguiendo un libreto viejo y trillado, y que las consecuencias de poner en escena ese espectáculo son nefastas—si no me creen, pregúntenles a los republicanos en el Norte.
Más allá del anacronismo, el desconocimiento y la improvisación que han caracterizado a la recién llegada administración, la firma de la Ley 32 resulta ser una negación de uno de los principios rectores que Fortuño y Pedro Pierluisi esbozaron en su campaña. En junio de 2008, el candidato a la gobernación exclamó:
“Proponemos transferir las actividades de naturaleza social para el ámbito de actuación de la sociedad civil como estrategia para la elevación del patrón de calidad y de la productividad de estos servicios. Ofreceremos oportunidades de apoderamiento de las comunidades en tiempos difíciles, cuando se necesitan estrategias en equipo, bien pensadas, ágiles, continuas, flexibles e ininterrumpidas.”
Siguiendo el estilo del Partido Republicano, Fortuño propuso darle mayores poderes al tercer sector, no para fortalecer las luchas populares o para solidarizarse con los de abajo, sino como una estrategia para restarles fuerza a las instituciones del estado mediante la sustitución del uno por el otro. Para esta ala del Partido Nuevo Progresista, el estado es una masa amorfa, grande y bruta que hay que adelgazar mediante una liposucción masiva (léase Ley 7) hasta que quede como un cuerpo raquítico que coma poco y no tenga fuerzas para apretar las tuercas del país. Bajo esta línea de pensamiento, el tercer sector, siendo parte del sector privado, puede servir como lazarillo del sector público, haciendo mandados importantes mientras le ruega a su amo que le suelte unos cuantos peniques. Sin embargo, esta idea simplificada de lo que es el estado y el tercer sector no es acertada.
En el caso de las comunidades del Caño Martín Peña, las organizaciones que han trabajado por avanzar el apoderamiento de los residentes son bastante sólidas y no pretenden ser esbirros del gobierno de turno. Son entidades bastante astutas que saben navegar los mares de la política y el sector filantrópico. Conozco bien el esfuerzo pues, antes de trasladarme a los Estados Unidos con mi familia a completar un doctorado en planificación y desarrollo, laboré voluntariamente como miembro de la Junta Asesora del Fideicomiso. Por otro lado, el Municipio de San Juan tampoco está pensando en ponerse a dieta para despojarse de unas libritas de más. Todo lo contrario, su alcalde, Jorge Santini, desea poner en marcha una serie de proyectos grandes que consoliden su poderío en la ciudad capital pues en un futuro no muy lejano aspira a la gobernación de país.
En este caso, las comunidades organizadas del Caño Martín Peña representan una amenaza para el alcalde Santini, más aún cuando han diseñado el primer mecanismo de tenencia colectiva de la tierra en Puerto Rico que rompe con el patrón harto conocido de desplazamiento de los pobres como estrategia de revitalización urbana. Los que trabajamos temas relacionados al espacio urbano y el desarrollo aprendemos temprano que, para el estado, el control de la tierra es sinónimo de poder político, legitimación y dominio. Disponer del terruño para captar votos o eliminar de golpe y porrazo a un asentamiento informal en nombre del orden son muestras de la pujanza estatal. El programa de las parcelas dirigido por el caudillo, Luis Muñoz Marín, o el atropello de Romero Barceló contra Villa Sin Miedo, sirven como ejemplos claros. Lo que se ha perpetrado contra los residentes del Caño está en la misma onda: bajo el manto de la repartición de títulos, y en nombre del progreso y la justicia social, se está allanando el terreno para la especulación inmobiliaria y la eventual desarticulación de ocho comunidades humildes.
Como mencioné anteriormente, el Fideicomiso de Tierras del Caño Martín Peña, orquestado por el Proyecto Enlace y el Grupo de 8 comunidades aledañas al cuerpo de agua, es un proyecto ejemplar que le sigue la pista no a las misiones de Hugo Chávez ni a la Reforma Urbana de Cuba, sino a iniciativas similares en los Estados Unidos que han logrado mantener un caudal de vivienda asequible para los pobres y las familias de escasos recursos. No sé si Fortuño estaba al tanto de esta información cuando esbozó lo siguiente en su plataforma de gobierno:
“Identificaremos y eliminaremos barreras en las agencias de gobierno que impidan la transferencia de recursos e inventario mueble e inmueble del gobierno a organizaciones sin fines de lucro. Esta iniciativa incluirá la disposición de equipo tecnológico, así como propiedades que no se estén utilizando o sean calificadas como inventario en exceso.”
Según el libreto de la campaña, Fortuño debe ser el primer defensor de lo que proponen los vecinos del Caño pues presentan ideas “bien pensadas, ágiles, continuas, flexibles e ininterrumpidas” para lidiar con el problema de la vivienda de interés social y con las necesidades de desarrollo socioeconómico in situ. Lamentablemente, ese no es el caso y tal parece que a la administración de Fortuño se le ha visto la costura: prometen ser más papistas que el Papa, pero a la hora de la verdad se quedan cortos y se contradicen. El proyecto que tiene en mente el alcalde Santini promete darles títulos individuales a algunos residentes y construir viviendas, algunas de estas con tecnologías verdes. Algunos dirán que la gesta del líder municipal debe aplaudirse, pero vale la pena recalcar que por décadas les han dado la espalda a estos barrios y, ahora que los residentes tienen el sartén agarrado por el mango—pues controlan un gran número de parcelas y han elaborado un plan integral para el desarrollo de la zona con la participación de los que allí residen—al Municipio le duele tener que ceder esos derechos y asumir un rol de facilitador. Resulta curioso que lo que propone llevar a cabo Santini es lo mismo que Fortuño criticó fuertemente durante su campaña: el “apoderamiento del gobierno”.
Con la frase que sirve de título a este texto, el Gobernador intenta resolver esta gran contradicción, busca identificarse con las posturas más conservadoras y desacertadas del catálogo republicano a la vez que se desconecta de lo que ahora considera anatema: el apoderamiento en conjunto, en comunidad. Si son los juntes lo que le asustan, ¿cómo catalogamos a las alianzas público-privadas? Si las gestiones en comunidad lo ponen incómodo, ¿qué hacemos con todos esos grupos eclesiásticos que tanto han donado a su campaña y le sirven de modelo a seguir a la hora de predicar sobre las preferencias sexuales y la familia? Quizás la pregunta debe ser otra: si una administración comete sendos errores y abundan grandes contradicciones, ¿quiénes terminarán siendo apoderados?